La necesidad de encontrar un porqué es un motor que nos ha impulsado como especie desde el principio de nuestros tiempos.
El preguntarnos porqué, nos impulsa a buscar respuestas, nacemos con ese afán de descubrir el funcionamiento de las cosas, el funcionamiento del mundo que nos rodea. Tenemos la necesidad innata de comprender nuestro entorno, y es esa necesidad la que nos ha llevado a desarrollar todos los avances tecnológicos que hoy en día nos rodean. Es esa necesidad de saber la que nos ha ayudado a comprender mejor cómo funciona nuestro organismo y a poder hacer frente a los males que nos acechan, convirtiendo a nuestras generaciones en las más longevas de la historia de la humanidad.
Sin ese impulso por descubrir, no seríamos lo que somos hoy en día, pero como con todo en este mundo, el exceso de algo positivo puede acarrear consecuencias negativas. Preguntarnos demasiado el porqué y no conformarnos con aceptar las explicaciones más sensatas puede jugar en nuestra contra.
Cuando experimentamos dolor es casi imposible evitar que nos preguntemos ¿por qué me duele? Esa inocente pregunta que busca encontrar el motivo de nuestro sufrimiento con el lícito objetivo de ponerle una solución, en ocasiones se puede volver en nuestra contra.
El problema aparece cuando la respuesta no se ajusta a nuestras expectativas, no encaja dentro de nuestro marco de creencias o no nos parece suficientemente buena. En ese caso, daremos por «no válida» la respuesta obtenida y seguiremos buscando otra. Y esa búsqueda se puede convertir en eterna, y en ocasiones esa misma búsqueda puede acabar convirtiéndose en el problema, y aparece la obsesión: “Cuando encuentren exactamente lo que me sucede se resolverá mi problema”.
Cuando hablamos de dolor, comprender su funcionamiento puede ser la mejor respuesta al porqué. Sin embargo, como sociedad no estamos preparados para recibir respuestas así. Nos han educado en la idea de que si me duele algo es porque hay algo dañado que necesita reparación. Sólo hay que encontrar esa pieza defectuosa, arreglarla y me dejará de doler. Lamentablemente, el dolor es algo más complejo y este tipo de respuestas mecanicistas y simples en las que externalizo toda la responsabilidad sobre mi problema al experto de turno, sólo sirven para explicar un pequeño porcentaje de las situaciones en las que aparece el dolor.
Es normal y bueno hacerse preguntas, pero quizá estemos haciendo las preguntas incorrectas. Para obtener buenas respuestas, hay que hacer buenas preguntas. En lo que al dolor se refiere, la pregunta que más nos puede ayudar a encontrar soluciones es ¿cómo funciona el dolor?
¿Aceptas el desafío de empezar a comprender cómo funciona el dolor y dejar por un tiempo de preguntarte por qué te duele? Seguro que es un viaje del que no te arrepentirás.